Gran parte de la discusión sobre el futuro consiste en proyecciones de las actuales tendencias tecnológicas. Nos hablan de computadoras más veloces, más inteligentes y más económicas, de nuevos tratamientos médicos que prolongan la vida, como la terapia genética, de aviones más supersónicos, de pantallas de televisión más brillantes y más delgadas. Meditar sobre esta clase de proyecciones es restringir la consideración a esa fracción de la población mundial que ya vive confortablemente e imaginar que vivirá en condiciones aún mejores. Pero la mayoría de los que nazcan en el próximo siglo nunca usarán una computadora ni serán tratados en hospitales ni viajarán en avión. Tendrán suerte si aprenden a usar el lápiz y el papel, y mucha más si les suministra una medicina un poco más costosa que una aspirina.
El hecho más atemorizante sobre el futuro humano es que no existe ninguna proyección convincente sobre un posible incremento generalizado de la igualdad humana. Nadie pronosticó un panorama factible según el cual, en el año 2100, un chico nacido en Bahía o Kinshasa tendrá las mismas posibilidades que un chico nacido en Munich o San Francisco. Nadie prevé el día en que tengan igual acceso a las computadoras cuando vayan a la escuela. Nadie imagina que si uno vive en Zimbabwe y tiene el virus del sida alguna vez reciba el tratamiento que un ingeniero de Helsinki con la misma enfermedad.
Los únicos panoramas socioeconómicos optimistas son aquellos que limitan la atención a las partes más afortunadas y más acomodadas del mundo. Lo mejor que uno puede prever para el próximo siglo es un poco más de igualdad dentro de las naciones industrializadas. Tal vez, por ejemplo, el contraste entre la expectativa y las posibilidades de vida de los chicos de los suburbios y de los guetos en los Estados Unidos, o el contraste en China entre las expectativas del hijo de un burócrata de Beijing y las del hijo de un campesino que vive en la frontera de Mongolia, no será tan ostensible como lo es hoy.
Cuando se trata del progreso moral -progreso en la materialización de los sueños utópicos de un mundo sin clases, sin castas, igualitario-, lo mejor que podemos pedir para el próximo siglo es que estos sueños se puedan seguir soñando. Sólo nos resta esperar que estos sueños jueguen el mismo papel entre nuestros tataranietos a la hora de motivar una acción política. El peor futuro que puedo imaginar sería un futuro sin estos sueños. Salvo la extinción total, no nos puede suceder nada peor. Porque, dejando de lado la certeza de que la miseria humana forma parte del Plan Divino, estos sueños son lo único que nos puede permitir tolerar los horrores del este siglo o los horrores predecibles del próximo.
Comparadas con el fin de estos sueños utópicos, las catástrofes más concretas que puedan pronosticarse para las próximas décadas sólo tendrían efectos transitorios. Estas incluyen el aniquilamiento recíproco de Israel e Irak, o de Corea del Norte y Corea del Sur; el genocidio en el Cáucaso o en el Congo; la incineración nuclear de determinadas ciudades de Europa y América del Norte bajo las órdenes de algún sucesor lunático del general Lebed; la extinción de las poblaciones del centro de Africa y del sudeste de Asia gracias al sida pandémico; el derretimiento de los glaciares polares (que resultarían en la inundación de Londres y Hamburgo; Nueva York y Sydney, Shangai y Durban). La raza humana se recuperó de la peste negra y de la guerra de los Cien Años, de Atila y de Napoleón, de los nazis y de los bolcheviques. Comparados con el progreso irregular pero real hacia la libertad, la igualdad y la fraternidad que presenciamos desde la Revolución Francesa , estos horrores no tienen ninguna importancia histórica para el mundo. La especie puede recuperarse de cualquier desastre de este tipo, siempre que mantenga sus esperanzas intactas, de la misma manera que Europa se recuperó de la Segunda Guerra gracias a las esperanzas que los vencedores compartían con los vencidos. Esta esperanza es inseparable de la creencia de que los seres humanos pueden cooperar como para determinar su propio futuro, en lugar de seguir siendo los juguetes del destino o las víctimas del plan divino.
Albergar esta esperanza significa aferrarse a la posibilidad más importante que ocurrió en la historia humana: la creciente convicción de que nada se interpone en el camino de la fraternidad humana salvo nuestra propia falta de voluntad para hacer lo necesario para lograrlo. Esta creencia se afianzó en el curso de los últimos dos siglos. Su adopción hace posible la esperanza social utópica: la esperanza de que llegue el día en que todos y cada uno de nuestros descendientes sea un ciudadano orgulloso y feliz de una comunidad global en la que ningún chico tenga que sentir una envidia innecesaria por el alimento, la ropa o la posibilidad de estudiar de otro. Esta es la versión secularizada de la esperanza cristiana de que todos los hombres vivan como hermanos, de que nuestra comunidad moral -aquellos por quienes estamos dispuestos a hacer sacrificios- abarque toda nuestra especie.
Una cadena de catástrofes del tipo que mencioné antes nos remontará donde estábamos antes del siglo XVIII: a un mundo en el que todos menos algunos excéntricos estén convencidos de que siempre habrá pobres entre nosotros, de que la miseria humana cesará sólo con la muerte, de que la única esperanza para la mayoría de los seres humanos está en la otra vida. Nos remontaría a un mundo en el que la mayoría de la gente concuerda con los budistas en que este mundo -el mundo de amor y esperanza, de planificación y política- es un mundo del que debemos escapar, y frente al cual hasta la Nada es preferible.
Actualmente, los habitantes del Primer Mundo están divididos casi en partes iguales entre los que piensan que este mundo nunca será mejor de lo que es hoy y los que comparten la esperanza utópica que acabo de describir. En el Tercer Mundo, la proporción probablemente sea de nueve a uno. En esas partes del mundo es mucho más fácil imaginar que la otra vida es mejor a pensar que los cambios socioeconómicos que harían tolerable la vida en esta tierra puedan producirse.
Si analizamos los textos del siglo pasado en busca de los exponentes más efectivos y más leídos de esta esperanza utópica, los descubriremos entre la primera generación de escritores de ciencia ficción. Este género alcanzó la madurez en los años 1930 y 1940, y para muchos en Occidente ejerció la misma función que tuvieron en otras partes las proyecciones marxistas de un futuro comunista. Estos escritores ofrecieron a mi generación una visión de un futuro en el que se había alcanzado la justicia social y la paz mundial. Un mundo en el que el racismo se había olvidado y en el que los planetas de la galaxia, como las regiones de cada planeta, están unidos en una serie de repúblicas federales.
La marea alta de esperanza social en Occidente tal vez se haya alcanzado en el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial. Para los norteamericanos que, como yo, tomaron conciencia política en esa época, y pasaron gran parte de su adolescencia leyendo autores como Joseph Campbell, Isaac Asimov, Arthur Clarke, Robert Heinlein y A.E. Van Vogt, parecía posible que el mundo utópico pensado por estos escritores pudiera existir en el año 2000. Parecía obvio que lo único necesario para terminar con la guerra y el genocidio era la transformación de las Naciones Unidas en una federación mundial genuina, con una fuerza policial supranacional capaz de interferir en las cuestiones internas de las naciones como para acabar con lunáticos como Hitler y Stalin antes de que crezcan. Suponíamos que el fin del siglo sería testigo de un mundo en el que los tiranos crueles, la policía secreta y los armamentos agresivos ya no existirían.
También suponíamos que los gobiernos de cada nación pronto se darían cuenta de la necesidad de hacer lo que ya habían empezado a hacer en algunos países (la mayoría pequeños y la mayoría escandinavos): extender la protección del Estado a los analfabetos, a los desempleados, a los desnutridos y a las víctimas del prejuicio. Que igualarían las posibilidades de vida de los chicos. Suponíamos, en resumidas cuentas, que la libertad, la igualdad y la fraternidad estaban a la vista. Disfrutábamos particularmente del hecho de que, en las mejores utopías de la ciencia ficción, tanto el Presidente Mundial como el Alto Almirante de la Flota de Guerra Galáctica eran mujeres asiáticas o africanas y no machos europeos. Los escritores de ciencia ficción lograron que las instituciones de una sociedad verdaderamente justa fueran tan vivas y factibles que pareciera imposible que no existieran en poco tiempo.
Si alguna vez alcanzamos una utopía semejante, la ciencia ficción de mediados del siglo XX será leída como profética. Las historias de Campbell, Asimov y otros autores por el estilo serán vistas por los futuros historiadores intelectuales como los textos que ayudaron a consolidar un cambio histórico mundial respecto de la conciencia que tiene la humanidad de sus propias posibilidades. Sin embargo, esos mismos historiadores podrán asombrarse frente a otro grupo de documentos que sobrevivieron del siglo XX: los textos de intelectuales que comparten el desprecio de Nietzsche por los últimos hombres.
Ya que en las últimas décadas del siglo, muchos intelectuales estuvieron ocupados explicando que las esperanzas utópicas de Mill, Marx y Dewey son obsoletas. Hemos ingresado, nos dicen, en una etapa posmoderna del desarrollo de la humanidad.
Nietzsche, apabullado por la burguesía europea de los años 1880, los calificaba como los hombres más despreciables. Sólo eran capaces de aspirar a la felicidad, no a la grandeza. En las últimas décadas, cuando las esperanzas que todos compartíamos al final de la Segunda Guerra Mundial se desvanecieron, sucesivas generaciones de intelectuales esnobistas se enorgullecieron de compartir el desprecio de Nietzsche por esta gente, por quienes dicen intentamos ser felices y parpadean.
Muchos intelectuales contemporáneos piensan que la antigua política social demócrata, el tipo de política para la cual los ensayos de Mill son textos sagrados, se ha vuelto obsoleta. Algunos piensan que es obsoleta por Auschwitz. Otros, que no se puede tener este tipo de política después de ver que Descartes estaba equivocado sobre la subjetividad, que Kant estaba errado sobre la racionalidad y los griegos, equivocados al creer en la metafísica de la presencia. Pero éstas son muy malas razones para pensar que la libertad, la igualdad y la fraternidad están fuera de moda.
Las razones que los intelectuales contemporáneos dan para pensar que estos sueños están pasados de moda son tan malas que yo me pregunto cuál es la atracción real de la falta de esperanza para estos curas ascéticos. La única respuesta que puedo encontrar es que comparten la convicción de Nietzsche de que el aburrimiento es lo peor que nos puede suceder. Ven, con justa razón, que todos los futuros felices como todas las utopías dichosas de los primeros escritores de ciencia ficción son más o menos los mismos. Pero confunden, como lo hizo Nietzsche, las necesidades del arte con las necesidades de la política. El arte morirá si aburre; el arte requiere tanta originalidad como grandeza ocasional si quiere sobrevivir. La política social demócrata no necesita ninguna de estas cosas. En la esfera intelectual hoy tenemos una analogía de la estetización de la política nazi: una estetización de la teoría política y social. La popularidad entre los intelectuales de profetas de la desesperanza como Foucault es una analogía de la popularidad entre los amantes del cine de relatos cada más vez más horrorosos de lo que nos espera en el espacio exterior.
Sólo me resta esperar que tarde o temprano estos intelectuales empiecen a leer menos a Nietzsche y más a Mill -que dejen de soñar con versiones más sofisticadas de desesperanza y empiecen a pensar en reformas políticas familiares, banales, antiguas, tediosas que puedan acercar la utopía-. Los futurólogos orientados hacia la tecnología y los neo-nietzscheanos son igualmente irrelevantes para el único proyecto que importa de verdad: mantener viva la esperanza de que tarde o temprano todos los niños tengan iguales oportunidades en la vida.
Traducción de Claudia Martínez. (c) Richard Rorty y Clarín, 1999.