Páginas

viernes, 14 de septiembre de 2012

LA ODISEA DEL SIGLO QUE VIENE - RICHARD RORTY. Filósofo

-->Con análisis lúcido y descarnado, el filósofo estadounidense Richard Rorty especula sobre la condición humana en el siglo próximo y asegura que es impensable un incremento de la igualdad si no se retoman los sueños de un mundo más justo.

  
            Gran parte de la discusión sobre el futuro consiste en proyecciones de las actuales tendencias tecnológicas. Nos hablan de computadoras más veloces, más inteligentes y más económicas, de nuevos tratamientos médicos que prolongan la vida, como la terapia genética, de aviones más supersónicos, de pantallas de televisión más brillantes y más delgadas. Meditar sobre esta clase de proyecciones es restringir la consideración a esa fracción de la población mundial que ya vive confortablemente e imaginar que vivirá en condiciones aún mejores. Pero la mayoría de los que nazcan en el próximo siglo nunca usarán una computadora ni serán tratados en hospitales ni viajarán en avión. Tendrán suerte si aprenden a usar el lápiz y el papel, y mucha más si les suministra una medicina un poco más costosa que una aspirina.

            El hecho más atemorizante sobre el futuro humano es que no existe ninguna proyección convincente sobre un posible incremento generalizado de la igualdad humana. Nadie pronosticó un panorama factible según el cual, en el año 2100, un chico nacido en Bahía o Kinshasa tendrá las mismas posibilidades que un chico nacido en Munich o San Francisco. Nadie prevé el día en que tengan igual acceso a las computadoras cuando vayan a la escuela. Nadie imagina que si uno vive en Zimbabwe y tiene el virus del sida alguna vez reciba el tratamiento que un ingeniero de Helsinki con la misma enfermedad.

            Los únicos panoramas socioeconómicos optimistas son aquellos que limitan la atención a las partes más afortunadas y más acomodadas del mundo. Lo mejor que uno puede prever para el próximo siglo es un poco más de igualdad dentro de las naciones industrializadas. Tal vez, por ejemplo, el contraste entre la expectativa y las posibilidades de vida de los chicos de los suburbios y de los guetos en los Estados Unidos, o el contraste en China entre las expectativas del hijo de un burócrata de Beijing y las del hijo de un campesino que vive en la frontera de Mongolia, no será tan ostensible como lo es hoy.

            Cuando se trata del progreso moral -progreso en la materialización de los sueños utópicos de un mundo sin clases, sin castas, igualitario-, lo mejor que podemos pedir para el próximo siglo es que estos sueños se puedan seguir soñando. Sólo nos resta esperar que estos sueños jueguen el mismo papel entre nuestros tataranietos a la hora de motivar una acción política. El peor futuro que puedo imaginar sería un futuro sin estos sueños. Salvo la extinción total, no nos puede suceder nada peor. Porque, dejando de lado la certeza de que la miseria humana forma parte del Plan Divino, estos sueños son lo único que nos puede permitir tolerar los horrores del este siglo o los horrores predecibles del próximo.

            Comparadas con el fin de estos sueños utópicos, las catástrofes más concretas que puedan pronosticarse para las próximas décadas sólo tendrían efectos transitorios. Estas incluyen el aniquilamiento recíproco de Israel e Irak, o de Corea del Norte y Corea del Sur; el genocidio en el Cáucaso o en el Congo; la incineración nuclear de determinadas ciudades de Europa y América del Norte bajo las órdenes de algún sucesor lunático del general Lebed; la extinción de las poblaciones del centro de Africa y del sudeste de Asia gracias al sida pandémico; el derretimiento de los glaciares polares (que resultarían en la inundación de Londres y Hamburgo; Nueva York y Sydney, Shangai y Durban). La raza humana se recuperó de la peste negra y de la guerra de los Cien Años, de Atila y de Napoleón, de los nazis y de los bolcheviques. Comparados con el progreso irregular pero real hacia la libertad, la igualdad y la fraternidad que presenciamos desde la Revolución Francesa, estos horrores no tienen ninguna importancia histórica para el mundo. La especie puede recuperarse de cualquier desastre de este tipo, siempre que mantenga sus esperanzas intactas, de la misma manera que Europa se recuperó de la Segunda Guerra gracias a las esperanzas que los vencedores compartían con los vencidos. Esta esperanza es inseparable de la creencia de que los seres humanos pueden cooperar como para determinar su propio futuro, en lugar de seguir siendo los juguetes del destino o las víctimas del plan divino.

            Albergar esta esperanza significa aferrarse a la posibilidad más importante que ocurrió en la historia humana: la creciente convicción de que nada se interpone en el camino de la fraternidad humana salvo nuestra propia falta de voluntad para hacer lo necesario para lograrlo. Esta creencia se afianzó en el curso de los últimos dos siglos. Su adopción hace posible la esperanza social utópica: la esperanza de que llegue el día en que todos y cada uno de nuestros descendientes sea un ciudadano orgulloso y feliz de una comunidad global en la que ningún chico tenga que sentir una envidia innecesaria por el alimento, la ropa o la posibilidad de estudiar de otro. Esta es la versión secularizada de la esperanza cristiana de que todos los hombres vivan como hermanos, de que nuestra comunidad moral -aquellos por quienes estamos dispuestos a hacer sacrificios- abarque toda nuestra especie.

            Una cadena de catástrofes del tipo que mencioné antes nos remontará donde estábamos antes del siglo XVIII: a un mundo en el que todos menos algunos excéntricos estén convencidos de que siempre habrá pobres entre nosotros, de que la miseria humana cesará sólo con la muerte, de que la única esperanza para la mayoría de los seres humanos está en la otra vida. Nos remontaría a un mundo en el que la mayoría de la gente concuerda con los budistas en que este mundo -el mundo de amor y esperanza, de planificación y política- es un mundo del que debemos escapar, y frente al cual hasta la Nada es preferible.

            Actualmente, los habitantes del Primer Mundo están divididos casi en partes iguales entre los que piensan que este mundo nunca será mejor de lo que es hoy y los que comparten la esperanza utópica que acabo de describir. En el Tercer Mundo, la proporción probablemente sea de nueve a uno. En esas partes del mundo es mucho más fácil imaginar que la otra vida es mejor a pensar que los cambios socioeconómicos que harían tolerable la vida en esta tierra puedan producirse.

            Si analizamos los textos del siglo pasado en busca de los exponentes más efectivos y más leídos de esta esperanza utópica, los descubriremos entre la primera generación de escritores de ciencia ficción. Este género alcanzó la madurez en los años 1930 y 1940, y para muchos en Occidente ejerció la misma función que tuvieron en otras partes las proyecciones marxistas de un futuro comunista. Estos escritores ofrecieron a mi generación una visión de un futuro en el que se había alcanzado la justicia social y la paz mundial. Un mundo en el que el racismo se había olvidado y en el que los planetas de la galaxia, como las regiones de cada planeta, están unidos en una serie de repúblicas federales.

            La marea alta de esperanza social en Occidente tal vez se haya alcanzado en el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial. Para los norteamericanos que, como yo, tomaron conciencia política en esa época, y pasaron gran parte de su adolescencia leyendo autores como Joseph Campbell, Isaac Asimov, Arthur Clarke, Robert Heinlein y A.E. Van Vogt, parecía posible que el mundo utópico pensado por estos escritores pudiera existir en el año 2000. Parecía obvio que lo único necesario para terminar con la guerra y el genocidio era la transformación de las Naciones Unidas en una federación mundial genuina, con una fuerza policial supranacional capaz de interferir en las cuestiones internas de las naciones como para acabar con lunáticos como Hitler y Stalin antes de que crezcan. Suponíamos que el fin del siglo sería testigo de un mundo en el que los tiranos crueles, la policía secreta y los armamentos agresivos ya no existirían.

            También suponíamos que los gobiernos de cada nación pronto se darían cuenta de la necesidad de hacer lo que ya habían empezado a hacer en algunos países (la mayoría pequeños y la mayoría escandinavos): extender la protección del Estado a los analfabetos, a los desempleados, a los desnutridos y a las víctimas del prejuicio. Que igualarían las posibilidades de vida de los chicos. Suponíamos, en resumidas cuentas, que la libertad, la igualdad y la fraternidad estaban a la vista. Disfrutábamos particularmente del hecho de que, en las mejores utopías de la ciencia ficción, tanto el Presidente Mundial como el Alto Almirante de la Flota de Guerra Galáctica eran mujeres asiáticas o africanas y no machos europeos. Los escritores de ciencia ficción lograron que las instituciones de una sociedad verdaderamente justa fueran tan vivas y factibles que pareciera imposible que no existieran en poco tiempo.

            Si alguna vez alcanzamos una utopía semejante, la ciencia ficción de mediados del siglo XX será leída como profética. Las historias de Campbell, Asimov y otros autores por el estilo serán vistas por los futuros historiadores intelectuales como los textos que ayudaron a consolidar un cambio histórico mundial respecto de la conciencia que tiene la humanidad de sus propias posibilidades. Sin embargo, esos mismos historiadores podrán asombrarse frente a otro grupo de documentos que sobrevivieron del siglo XX: los textos de intelectuales que comparten el desprecio de Nietzsche por los últimos hombres.

            Ya que en las últimas décadas del siglo, muchos intelectuales estuvieron ocupados explicando que las esperanzas utópicas de Mill, Marx y Dewey son obsoletas. Hemos ingresado, nos dicen, en una etapa posmoderna del desarrollo de la humanidad.

            Nietzsche, apabullado por la burguesía europea de los años 1880, los calificaba como los hombres más despreciables. Sólo eran capaces de aspirar a la felicidad, no a la grandeza. En las últimas décadas, cuando las esperanzas que todos compartíamos al final de la Segunda Guerra Mundial se desvanecieron, sucesivas generaciones de intelectuales esnobistas se enorgullecieron de compartir el desprecio de Nietzsche por esta gente, por quienes dicen intentamos ser felices y parpadean.

            Muchos intelectuales contemporáneos piensan que la antigua política social demócrata, el tipo de política para la cual los ensayos de Mill son textos sagrados, se ha vuelto obsoleta. Algunos piensan que es obsoleta por Auschwitz. Otros, que no se puede tener este tipo de política después de ver que Descartes estaba equivocado sobre la subjetividad, que Kant estaba errado sobre la racionalidad y los griegos, equivocados al creer en la metafísica de la presencia. Pero éstas son muy malas razones para pensar que la libertad, la igualdad y la fraternidad están fuera de moda.

            Las razones que los intelectuales contemporáneos dan para pensar que estos sueños están pasados de moda son tan malas que yo me pregunto cuál es la atracción real de la falta de esperanza para estos curas ascéticos. La única respuesta que puedo encontrar es que comparten la convicción de Nietzsche de que el aburrimiento es lo peor que nos puede suceder. Ven, con justa razón, que todos los futuros felices como todas las utopías dichosas de los primeros escritores de ciencia ficción son más o menos los mismos. Pero confunden, como lo hizo Nietzsche, las necesidades del arte con las necesidades de la política. El arte morirá si aburre; el arte requiere tanta originalidad como grandeza ocasional si quiere sobrevivir. La política social demócrata no necesita ninguna de estas cosas. En la esfera intelectual hoy tenemos una analogía de la estetización de la política nazi: una estetización de la teoría política y social. La popularidad entre los intelectuales de profetas de la desesperanza como Foucault es una analogía de la popularidad entre los amantes del cine de relatos cada más vez más horrorosos de lo que nos espera en el espacio exterior.

            Sólo me resta esperar que tarde o temprano estos intelectuales empiecen a leer menos a Nietzsche y más a Mill -que dejen de soñar con versiones más sofisticadas de desesperanza y empiecen a pensar en reformas políticas familiares, banales, antiguas, tediosas que puedan acercar la utopía-. Los futurólogos orientados hacia la tecnología y los neo-nietzscheanos son igualmente irrelevantes para el único proyecto que importa de verdad: mantener viva la esperanza de que tarde o temprano todos los niños tengan iguales oportunidades en la vida.


Traducción de Claudia Martínez. (c) Richard Rorty y Clarín, 1999. 

lunes, 19 de julio de 2010

Chat de Copernico


LA ODISEA DEL SIGLO QUE VIENE - RICHARD RORTY. Filósofo

Con análisis lúcido y descarnado, el filósofo estadounidense Richard Rorty especula sobre la condición humana en el siglo próximo y asegura que es impensable un incremento de la igualdad si no se retoman los sueños de un mundo más justo.


  
            Gran parte de la discusión sobre el futuro consiste en proyecciones de las actuales tendencias tecnológicas. Nos hablan de computadoras más veloces, más inteligentes y más económicas, de nuevos tratamientos médicos que prolongan la vida, como la terapia genética, de aviones más supersónicos, de pantallas de televisión más brillantes y más delgadas. Meditar sobre esta clase de proyecciones es restringir la consideración a esa fracción de la población mundial que ya vive confortablemente e imaginar que vivirá en condiciones aún mejores. Pero la mayoría de los que nazcan en el próximo siglo nunca usarán una computadora ni serán tratados en hospitales ni viajarán en avión. Tendrán suerte si aprenden a usar el lápiz y el papel, y mucha más si les suministra una medicina un poco más costosa que una aspirina.

            El hecho más atemorizante sobre el futuro humano es que no existe ninguna proyección convincente sobre un posible incremento generalizado de la igualdad humana. Nadie pronosticó un panorama factible según el cual, en el año 2100, un chico nacido en Bahía o Kinshasa tendrá las mismas posibilidades que un chico nacido en Munich o San Francisco. Nadie prevé el día en que tengan igual acceso a las computadoras cuando vayan a la escuela. Nadie imagina que si uno vive en Zimbabwe y tiene el virus del sida alguna vez reciba el tratamiento que un ingeniero de Helsinki con la misma enfermedad.

            Los únicos panoramas socioeconómicos optimistas son aquellos que limitan la atención a las partes más afortunadas y más acomodadas del mundo. Lo mejor que uno puede prever para el próximo siglo es un poco más de igualdad dentro de las naciones industrializadas. Tal vez, por ejemplo, el contraste entre la expectativa y las posibilidades de vida de los chicos de los suburbios y de los guetos en los Estados Unidos, o el contraste en China entre las expectativas del hijo de un burócrata de Beijing y las del hijo de un campesino que vive en la frontera de Mongolia, no será tan ostensible como lo es hoy.

            Cuando se trata del progreso moral -progreso en la materialización de los sueños utópicos de un mundo sin clases, sin castas, igualitario-, lo mejor que podemos pedir para el próximo siglo es que estos sueños se puedan seguir soñando. Sólo nos resta esperar que estos sueños jueguen el mismo papel entre nuestros tataranietos a la hora de motivar una acción política. El peor futuro que puedo imaginar sería un futuro sin estos sueños. Salvo la extinción total, no nos puede suceder nada peor. Porque, dejando de lado la certeza de que la miseria humana forma parte del Plan Divino, estos sueños son lo único que nos puede permitir tolerar los horrores del este siglo o los horrores predecibles del próximo.

            Comparadas con el fin de estos sueños utópicos, las catástrofes más concretas que puedan pronosticarse para las próximas décadas sólo tendrían efectos transitorios. Estas incluyen el aniquilamiento recíproco de Israel e Irak, o de Corea del Norte y Corea del Sur; el genocidio en el Cáucaso o en el Congo; la incineración nuclear de determinadas ciudades de Europa y América del Norte bajo las órdenes de algún sucesor lunático del general Lebed; la extinción de las poblaciones del centro de Africa y del sudeste de Asia gracias al sida pandémico; el derretimiento de los glaciares polares (que resultarían en la inundación de Londres y Hamburgo; Nueva York y Sydney, Shangai y Durban). La raza humana se recuperó de la peste negra y de la guerra de los Cien Años, de Atila y de Napoleón, de los nazis y de los bolcheviques. Comparados con el progreso irregular pero real hacia la libertad, la igualdad y la fraternidad que presenciamos desde la Revolución Francesa, estos horrores no tienen ninguna importancia histórica para el mundo. La especie puede recuperarse de cualquier desastre de este tipo, siempre que mantenga sus esperanzas intactas, de la misma manera que Europa se recuperó de la Segunda Guerra gracias a las esperanzas que los vencedores compartían con los vencidos. Esta esperanza es inseparable de la creencia de que los seres humanos pueden cooperar como para determinar su propio futuro, en lugar de seguir siendo los juguetes del destino o las víctimas del plan divino.

            Albergar esta esperanza significa aferrarse a la posibilidad más importante que ocurrió en la historia humana: la creciente convicción de que nada se interpone en el camino de la fraternidad humana salvo nuestra propia falta de voluntad para hacer lo necesario para lograrlo. Esta creencia se afianzó en el curso de los últimos dos siglos. Su adopción hace posible la esperanza social utópica: la esperanza de que llegue el día en que todos y cada uno de nuestros descendientes sea un ciudadano orgulloso y feliz de una comunidad global en la que ningún chico tenga que sentir una envidia innecesaria por el alimento, la ropa o la posibilidad de estudiar de otro. Esta es la versión secularizada de la esperanza cristiana de que todos los hombres vivan como hermanos, de que nuestra comunidad moral -aquellos por quienes estamos dispuestos a hacer sacrificios- abarque toda nuestra especie.

            Una cadena de catástrofes del tipo que mencioné antes nos remontará donde estábamos antes del siglo XVIII: a un mundo en el que todos menos algunos excéntricos estén convencidos de que siempre habrá pobres entre nosotros, de que la miseria humana cesará sólo con la muerte, de que la única esperanza para la mayoría de los seres humanos está en la otra vida. Nos remontaría a un mundo en el que la mayoría de la gente concuerda con los budistas en que este mundo -el mundo de amor y esperanza, de planificación y política- es un mundo del que debemos escapar, y frente al cual hasta la Nada es preferible.

            Actualmente, los habitantes del Primer Mundo están divididos casi en partes iguales entre los que piensan que este mundo nunca será mejor de lo que es hoy y los que comparten la esperanza utópica que acabo de describir. En el Tercer Mundo, la proporción probablemente sea de nueve a uno. En esas partes del mundo es mucho más fácil imaginar que la otra vida es mejor a pensar que los cambios socioeconómicos que harían tolerable la vida en esta tierra puedan producirse.

            Si analizamos los textos del siglo pasado en busca de los exponentes más efectivos y más leídos de esta esperanza utópica, los descubriremos entre la primera generación de escritores de ciencia ficción. Este género alcanzó la madurez en los años 1930 y 1940, y para muchos en Occidente ejerció la misma función que tuvieron en otras partes las proyecciones marxistas de un futuro comunista. Estos escritores ofrecieron a mi generación una visión de un futuro en el que se había alcanzado la justicia social y la paz mundial. Un mundo en el que el racismo se había olvidado y en el que los planetas de la galaxia, como las regiones de cada planeta, están unidos en una serie de repúblicas federales.

            La marea alta de esperanza social en Occidente tal vez se haya alcanzado en el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial. Para los norteamericanos que, como yo, tomaron conciencia política en esa época, y pasaron gran parte de su adolescencia leyendo autores como Joseph Campbell, Isaac Asimov, Arthur Clarke, Robert Heinlein y A.E. Van Vogt, parecía posible que el mundo utópico pensado por estos escritores pudiera existir en el año 2000. Parecía obvio que lo único necesario para terminar con la guerra y el genocidio era la transformación de las Naciones Unidas en una federación mundial genuina, con una fuerza policial supranacional capaz de interferir en las cuestiones internas de las naciones como para acabar con lunáticos como Hitler y Stalin antes de que crezcan. Suponíamos que el fin del siglo sería testigo de un mundo en el que los tiranos crueles, la policía secreta y los armamentos agresivos ya no existirían.

            También suponíamos que los gobiernos de cada nación pronto se darían cuenta de la necesidad de hacer lo que ya habían empezado a hacer en algunos países (la mayoría pequeños y la mayoría escandinavos): extender la protección del Estado a los analfabetos, a los desempleados, a los desnutridos y a las víctimas del prejuicio. Que igualarían las posibilidades de vida de los chicos. Suponíamos, en resumidas cuentas, que la libertad, la igualdad y la fraternidad estaban a la vista. Disfrutábamos particularmente del hecho de que, en las mejores utopías de la ciencia ficción, tanto el Presidente Mundial como el Alto Almirante de la Flota de Guerra Galáctica eran mujeres asiáticas o africanas y no machos europeos. Los escritores de ciencia ficción lograron que las instituciones de una sociedad verdaderamente justa fueran tan vivas y factibles que pareciera imposible que no existieran en poco tiempo.

            Si alguna vez alcanzamos una utopía semejante, la ciencia ficción de mediados del siglo XX será leída como profética. Las historias de Campbell, Asimov y otros autores por el estilo serán vistas por los futuros historiadores intelectuales como los textos que ayudaron a consolidar un cambio histórico mundial respecto de la conciencia que tiene la humanidad de sus propias posibilidades. Sin embargo, esos mismos historiadores podrán asombrarse frente a otro grupo de documentos que sobrevivieron del siglo XX: los textos de intelectuales que comparten el desprecio de Nietzsche por los últimos hombres.

            Ya que en las últimas décadas del siglo, muchos intelectuales estuvieron ocupados explicando que las esperanzas utópicas de Mill, Marx y Dewey son obsoletas. Hemos ingresado, nos dicen, en una etapa posmoderna del desarrollo de la humanidad.

            Nietzsche, apabullado por la burguesía europea de los años 1880, los calificaba como los hombres más despreciables. Sólo eran capaces de aspirar a la felicidad, no a la grandeza. En las últimas décadas, cuando las esperanzas que todos compartíamos al final de la Segunda Guerra Mundial se desvanecieron, sucesivas generaciones de intelectuales esnobistas se enorgullecieron de compartir el desprecio de Nietzsche por esta gente, por quienes dicen intentamos ser felices y parpadean.

            Muchos intelectuales contemporáneos piensan que la antigua política social demócrata, el tipo de política para la cual los ensayos de Mill son textos sagrados, se ha vuelto obsoleta. Algunos piensan que es obsoleta por Auschwitz. Otros, que no se puede tener este tipo de política después de ver que Descartes estaba equivocado sobre la subjetividad, que Kant estaba errado sobre la racionalidad y los griegos, equivocados al creer en la metafísica de la presencia. Pero éstas son muy malas razones para pensar que la libertad, la igualdad y la fraternidad están fuera de moda.

            Las razones que los intelectuales contemporáneos dan para pensar que estos sueños están pasados de moda son tan malas que yo me pregunto cuál es la atracción real de la falta de esperanza para estos curas ascéticos. La única respuesta que puedo encontrar es que comparten la convicción de Nietzsche de que el aburrimiento es lo peor que nos puede suceder. Ven, con justa razón, que todos los futuros felices como todas las utopías dichosas de los primeros escritores de ciencia ficción son más o menos los mismos. Pero confunden, como lo hizo Nietzsche, las necesidades del arte con las necesidades de la política. El arte morirá si aburre; el arte requiere tanta originalidad como grandeza ocasional si quiere sobrevivir. La política social demócrata no necesita ninguna de estas cosas. En la esfera intelectual hoy tenemos una analogía de la estetización de la política nazi: una estetización de la teoría política y social. La popularidad entre los intelectuales de profetas de la desesperanza como Foucault es una analogía de la popularidad entre los amantes del cine de relatos cada más vez más horrorosos de lo que nos espera en el espacio exterior.

            Sólo me resta esperar que tarde o temprano estos intelectuales empiecen a leer menos a Nietzsche y más a Mill -que dejen de soñar con versiones más sofisticadas de desesperanza y empiecen a pensar en reformas políticas familiares, banales, antiguas, tediosas que puedan acercar la utopía-. Los futurólogos orientados hacia la tecnología y los neo-nietzscheanos son igualmente irrelevantes para el único proyecto que importa de verdad: mantener viva la esperanza de que tarde o temprano todos los niños tengan iguales oportunidades en la vida.


Traducción de Claudia Martínez. (c) Richard Rorty y Clarín, 1999. 

domingo, 18 de julio de 2010

Cruz y raya - Juicio rápido

Cruz y raya - Alguien.... Hizo aaalgoo.... En algun sitio...

Cruz y Raya - Zapatero (el botines)

EL ESCUCHAR: "EL LADO OCULTO DEL LENGUAJE" - CAPITULO 5: Ontología del lenguaje, Rafael Echeverría.

La comunicación humana tiene dos facetas: hablar y escuchar. Generalmente se piensa que es más importante el hablar, ya que éste parece ser el lado activo de la comunicación, mientras que al escuchar se le suele considerar como pasivo. Se supone que si alguien habla lo suficientemente bien (fuerte y claro) será bien escuchado. A partir de esta interpretación, el escuchar generalmente se da por sentado y rara vez se le examina como un asunto problemático.
Sin embargo, un nuevo sentido común acerca de la importancia del escuchar está emergiendo. Las personas están empezando a aceptar que escuchan mal. Reconocen que, a menudo, les es difícil escuchar lo que otros dicen y que tienen dificultades en hacerse escuchar en la forma que desearían. Este fenómeno ocurre en todos los dominios de nuestras vidas.
Por ejemplo, el tema del escuchar se ha convertido en una inquietud importante en nuestras relaciones personales. Es frecuente escuchar la queja: «Mi pareja no me escucha». Sin lugar a dudas, la comunicación inefectiva es una de las principales causas de divorcio. Cuando las personas hablan de «incompatibilidad» con su pareja, es el escuchar, nuevamente, el que está en el centro de sus inquietudes.
En el campo de los negocios, el escuchar efectivo ha llegado a adquirir la máxima prioridad. Peter Drucker, en un reciente libro escribió:

«demasiados (ejecutivos) piensan que son maravillosos con las personas porque hablan bien. No se dan cuenta de que ser maravillosos con las personas significa 'escuchar' bien».1

Tom Peters enfatiza que una de las principales razones del bajo rendimiento del management norteamericano es el hecho de que el manager no escucha a sus empleados, ni a sus clientes, ni lo que está sucediendo en el mercado. Peters recomienda «obsesionarse con escuchar».2 El problema, por supuesto, radica en ¿cómo hacerlo?, ¿en qué consiste saber escuchar?
Sostenemos que mientras mantengamos nuestro tradicional concepto del lenguaje y la comunicación, difícilmente podremos captar el fenómeno del escuchar. Más aun, no seremos capaces de desarrollar las competencias requeridas para producir un escuchar más efectivo.

El escuchar como factor determinante de la comunicación humana

Si examinamos detenidamente la comunicación, nos daremos cuenta de que ella descansa, principalmente, no en el hablar sino en el escuchar. El escuchar es el factor fundamental del lenguaje. Hablamos para ser escuchados.

* Estoy agradecido al Dr. Fernando Flores y a Business Design Associates, propietarios de los derechos de autor de trabajos en los que se basa este segmento, por permitirme gentilmente hacer uso en este libro de largas secciones de tales trabajos.
1 Peter Drucker (1990)
2 Tom Peters (1987)
El hablar efectivo sólo se logra cuando es seguido de un escuchar efectivo. El escuchar valida el hablar. Es el escuchar, no el hablar, lo que confiere sentido a lo que decimos. Por lo tanto, el escuchar es lo que dirige todo el proceso de la comunicación.
Es sorprendente darse cuenta de la poca atención que le hemos prestado al fenómeno del escuchar. Si buscamos literatura sobre éste, encontraremos que es muy escasa. Las pocas cosas que se han escrito son generalmente de dudosa calidad. Durante siglos hemos dado por sentado el escuchar. Normalmente suponemos que para escuchar a otras personas solamente tenemos que exponernos a lo que dicen —debemos estar con ellas, hablarles, hacerles preguntas. Suponemos que haciendo esto, el escuchar simplemente va a ocurrir. No estamos diciendo que esto no sea importante o necesario. Lo que decimos es que no es suficiente.

La falacia de la transmisión de información

La comprensión prevaleciente en nuestros días de la comunicación está basada en la noción de transmisión de información. Esta es una noción heredada de la ingeniería de la comunicación y desarrollada por C. Shannon, entre otros. Se ocupa de la comunicación entre máquinas —esto es, entre un transmisor y un receptor (como sucede en los procesos de transmisión radial). Este marco, a pesar de su utilidad en cuestiones técnicas de transmisión, demuestra su deficiencia cuando se utiliza para comprender la comunicación humana. La noción de transmisión de información esconde, precisamente, la naturaleza problemática del escuchar humano.
Esto sucede, a lo menos, por dos razones. Primero, porque nada dice acerca de uno de los principales aspectos de la comunicación humana —la cuestión del sentido. (Volveremos sobre este tema más adelante). Por el momento, digamos que cuando una máquina envía información a otra para lograr, por ejemplo, que se reproduzca un sonido o una imagen, o se ejecute una orden, no interesa lo que significa el mensaje enviado. Podemos hablar de una comunicación exitosa siempre y cuando la pantalla de nuestro televisor obtenga una imagen nítida y estable de lo que está sucediendo en el estudio. No nos preguntamos si tiene sentido para el televisor la imagen recibida.
Cuando nos ocupamos de la comunicación humana, el asunto del sentido se torna primordial. No podemos abocarnos a ella sin considerar la forma en que las personas entienden lo que se les dice. La forma como hacemos sentido de lo que se dice es constitutiva de la comunicación humana. Y es también un aspecto fundamental del acto de escuchar. La noción de transmisión de información sólo opera como una metáfora cuando se usa en la comunicación humana. Sin embargo, es una mala metáfora, que distorsiona el fenómeno que pretende revelar.
Segundo, nuestra forma tradicional de abordar la comunicación humana supone que los seres humanos se comunican entre sí de una manera instructiva. La comunicación instructiva se produce cuando el receptor es capaz de reproducir la información que se le está transmitiendo. Pero los seres humanos, como ha argumentado el biólogo Humberto Maturana, no tienen los mecanismos biológicos necesarios para que el proceso de transmisión de información ocurra en la forma descrita por la ingeniería de la comunicación. Los seres humanos, como todos los seres vivos, son sistemas cerrados. Son «unidades estructuralmente determinadas». Esto significa que lo que les sucede en sus interacciones comunicativas está determinado por su propia estructura y no por el agente perturbador.
Los seres humanos no poseen un mecanismo biológico que les permita «reproducir» o «representar» lo que «realmente» está ocurriendo en su entorno. No tenemos un mecanismo biológico que nos permita decir que nuestra experiencia sensorial (ver, oír, oler, degustar, tocar) «reproduce» lo que está «allá afuera».
No vemos los colores que hay allá afuera; sólo vemos los colores que nuestros sistemas sensoriales y nerviosos nos permiten ver. De la misma manera, no escuchamos los sonidos que existen en el medio ambiente independientemente de nosotros. Los sonidos que escuchamos son aquéllos predeterminados por nuestra estructura biológica. Las perturbaciones del medio ambiente sólo seleccionan reacciones predeterminadas de nuestra estructura. Las perturbaciones ambientales sólo «gatillan» nuestras respuestas dentro del espacio de posibilidades que nuestra estructura humana permite.
Podemos señalar, por lo tanto, que existe «una brecha crítica» en la comunicación, entre decir (o hablar) y escuchar. Como dice Maturana: «El fenómeno de comunicación no depende de lo que se entrega, sino de lo que pasa con el que recibe. Y esto es un asunto muy distinto a 'transmitir información'».
Podemos concluir, entonces, que decimos lo que decimos y los demás escuchan lo que escuchan; decir y escuchar son fenómenos diferentes.

Este es un punto crucial. Normalmente damos por sentado que lo que escuchamos es lo que se ha dicho y suponemos que lo que decimos es lo que las personas van a escuchar. Comúnmente no nos preocupamos siquiera de verificar si el sentido que nosotros damos a lo que escuchamos corresponde a aquel que le da la persona que habla. La mayoría de los problemas que enfrentamos en la comunicación surgen del hecho de que las personas no se dan cuenta de que el escuchar difiere del hablar. Y cuando lo que se ha dicho no es escuchado en la forma esperada, la gente llena esta «brecha crítica» con historias y juicios personales acerca de cómo son las otras personas, produciendo problemas todavía más profundos en la comunicación.

Escuchar no es oír

Hasta ahora hemos diferenciado el hablar del escuchar. Ahora es necesario diferenciar el oír del escuchar. Oír es un fenómeno biológico. Se le asocia a la capacidad de distinguir sonidos en nuestras interacciones con un medio (que puede ser otra persona). Oír es la capacidad biológica que poseen algunas especies vivas de ser gatilladas por perturbaciones ambientales en forma tal que generen el dominio sensorial llamado sonido.
Determinadas perturbaciones ambientales generan, en algunos organismos, lo que llamamos el fenómeno del oír. Y estas mismas perturbaciones podrían no generarlo en otros organismos. Sabemos, por ejemplo, que los perros oyen algunas perturbaciones que los humanos no oímos. Esto sucede porque poseen una estructura biológica diferente. Los organismos que pertenecen a una misma especie comparten la misma estructura biológica y son, normalmente, gatillados de una manera similar por una misma perturbación.
Escuchar es un fenómeno totalmente diferente. Aunque su raíz es biológica y descansa en el fenómeno del oír, escuchar no es oír. Escuchar pertenece al dominio del lenguaje, y se constituye en nuestras interacciones sociales con otros.
Lo que diferencia el escuchar del oír es el hecho de que cuando escuchamos, generamos un mundo interpretativo. El acto de escuchar siempre implica comprensión y, por lo tanto, interpretación. Cuando atribuimos una interpretación a un sonido, pasamos del fenómeno del oír al fenómeno del escuchar. Escuchar es oír más interpretar. No hay escuchar si no hay involucrada una actividad interpretativa. Aquí reside el aspecto activo del escuchar. Cuando observamos que escuchar implica interpretar, nos damos cuenta de que el escuchar no es la dimensión pasiva de la comunicación que se suponía que era.
El factor interpretativo es de tal importancia en el fenómeno del escuchar que es posible escuchar aun cuando no haya sonidos y, en consecuencia, aun cuando no haya nada que oír. Efectivamente, podemos escuchar los silencios. Por ejemplo, cuando pedimos algo, el silencio de la otra persona puede ser escuchado como una negativa. También escuchamos los gestos, las posturas del cuerpo y los movimientos en la medida en que seamos capaces de atribuirles un sentido. Esto es lo que permite el desarrollo de lenguajes para los sordos. El cine mudo también proporciona un buen ejemplo de cómo podemos escuchar cuando no hay sonidos. El oír y el escuchar, insistimos, son dos fenómenos diferentes.

Desde una comprensión descriptiva a una comprensión generativa del lenguaje

Normalmente pensamos que escuchamos palabras. Nuestra capacidad de organizar las palabras en unidades más grandes nos permite escuchar oraciones. Nuestra capacidad de organizar oraciones en unidades aún mayores nos permite escuchar relatos, narrativas, historias. Pero, en última instancia, todo pareciera reducirse a palabras.
En nuestra interpretación tradicional, las palabras rotulan, nombran o hacen referencia a un objeto, un acontecimiento/ una idea, etcétera.
Se nos dice que el significado de una palabra es su conexión con aquello a lo que se refiere. Como no siempre podemos señalar el objeto, acontecimiento, idea, etcétera, a que se refiere la palabra, el significado de una palabra se establece, comúnmente, por medio de una definición. La definición proporciona un significado a la palabra usando otras palabras que se refieren a ella. Si no conocemos el significado de una palabra, consultamos un diccionario. Allí cada palabra se muestra junto a otras palabras. En un diccionario, el significado vive en un universo de palabras.
La interpretación anterior es consistente con el antiguo supuesto de que el lenguaje es un instrumento pasivo para describir la realidad. Nosotros decimos que esta interpretación produce una comprensión estrecha del fenómeno del escuchar. Nosotros sustentamos una interpretación diferente del lenguaje. Para nosotros, el lenguaje no es sólo un instrumento que describe la realidad. Sostenemos que el lenguaje es acción.
Decimos que cuando hablamos actuamos, y cuando actuamos cambiamos la realidad, generamos una nueva. Aun cuando describimos lo que observamos, pues obviamente lo hacemos, estamos también actuando, estamos «haciendo» una descripción y esta descripción no es neutral. Juega un papel en nuestro horizonte de acciones posibles. A esto le llamamos la capacidad generativa del lenguaje —ya que sostenemos que el lenguaje genera realidad.
Basándonos en la premisa anterior, generamos una comprensión diferente de lo que es el fenómeno de conferir sentido. Ludwig Wittgenstein, dijo que «El significado de una palabra es su uso en el lenguaje». Pero apuntar al «uso» de una palabra es, desde ya, apuntar a las acciones en las cuales tal palabra es traída a la mano, de una forma que hace sentido. Sostenemos que si queremos captar el sentido de lo que se dice, debemos examinar las acciones involucradas en el hablar. Cuando escuchamos, no escuchamos solamente palabras, escuchamos también acciones. Esto es clave para comprender el escuchar.

Las acciones comprendidas en el hablar

Cuando hablamos, normalmente no ejecutamos una acción, sino tres tipos diferentes de acciones relevantes para el proceso de la comunicación humana. Estos tres tipos de acciones fueron originalmente distinguidos por el filósofo británico J.L. Austin.
En un primer nivel, está el acto de articular las palabras que decimos. Esta es la acción de decir lo que decimos. Austin los llamó «actos locucionarios». Decir, por ejemplo, «Estaré ocupado mañana», constituye una acción diferente de decir «No tengo ganas». Estos no son sólo diferentes sonidos, ni son sólo diferentes palabras, sino también son acciones diferentes. Como tales, generan un escuchar diferente y consecuencias diferentes en nuestra coordinación de acciones con otros.
En un segundo nivel, está la acción comprendida en decir lo que decimos. Austin los llamó «actos ilocucionarios». Ambas expresiones mencionadas arriba pueden ser, por ejemplo, maneras de rehusar la petición «¿Podría asistir a nuestra reunión de mañana?» Ambas son negativas a esta petición y, como tales, implican una misma acción y son escuchadas como lo mismo (esto es, como negativas), sin perjuicio de que ambas negativas sean escuchadas en forma diferente, en razón de sus diferencias a nivel locucionario. Nuestra taxonomía de los actos lingüísticos básicos —a saber, afirmaciones, declaraciones, peticiones, ofertas y promesas—, opera en este segundo nivel.
Existe finalmente, según Austin, un tercer nivel de acción comprendido en el habla. Austin llamó a este tercer nivel «actos perlocucionarios». Aquí no nos preocupamos de lo que se dijo (primer nivel), ni de las acciones de formular una petición, una oferta, una declaración, etcétera (segundo nivel), sino de la acciones que tienen lugar porque se dijo algo, aquellas que se producen como consecuencia o efecto de lo que decimos. Así, por ejemplo, un determinado acto ilocucionario puede asombrar, convencer, fastidiar, etcétera.
Siguiendo a Austin, por lo tanto, podemos decir que cuando escuchamos, escuchamos los tres niveles de acción. Primero, escuchamos el nivel de lo que se dijo y cómo fue dicho. Segundo, escuchamos el nivel de la acción involucrada en lo que se dijo (sea esto una afirmación, una declaración, una petición, una oferta o una promesa). Tercero, escuchamos el nivel de las acciones que nuestro hablar produce. En esta interpretación del lenguaje, las palabras son herramientas que nos permiten mirar hacia todos esos niveles de acciones.

Sin embargo, todo esto es aún insuficiente para entender cabalmente el escuchar. Hasta ahora hemos visto cómo las acciones del hablar repercuten en el escuchar. Hemos reconocido que el lenguaje es acción, basándonos en el reconocimiento de que hablar es acción. Sostenemos que esto aún corresponde a una comprensión parcial de la naturaleza activa y generativa del lenguaje. Lo que falta es ir más allá de la fórmula «hablar => acción» y descubrir la naturaleza activa del escuchar.

Examinemos algunos ejemplos. Si pregunto a un cliente, «¿Puedo llamarlo la próxima semana para continuar esta conversación?» y él replica «De acuerdo», yo bien podría escuchar, además de su aceptación, «El está interesado en mi producto». Si pregunto a Emilia, «¿Qué vas a hacer la noche de Año Nuevo?» y ella responde «Me quedaré en casa», yo podría escuchar «Emilia quiere eludir las tensiones que le producen las actividades sociales». Si mi hijo pregunta, «Papá, ¿me puedes dar cincuenta dólares?» yo podría escuchar «Está planeando salir con su novia».
Obviamente esto no fue lo que se dijo; pero sí fue lo que yo escuché. No nos olvidemos que decimos lo que decimos y escuchamos lo que escuchamos. En todos estos ejemplos, lo que escuchamos simplemente no fue dicho, pero no por eso implica que escuchamos mal. Por el contrario, podríamos estar escuchando en forma bastante efectiva. Postulamos que esta parte del escuchar, que va más allá del hablar, es un aspecto primordial del escuchar efectivo. Es más, se trata de un aspecto fundamental del fenómeno del escuchar humano.
Ciertamente, lo que escuchamos puede a veces ser válido y otras no. ¿Dónde está la diferencia? ¿Cómo podemos aumentar nuestra capacidad para escuchar de un modo más efectivo? Para responder a estas preguntas debemos hacer algunas otras distinciones que nos llevarán más allá de las acciones directamente comprendidas en las interacciones comunicativas.

El supuesto de «intención» para dar sentido a nuestras acciones.

Hemos dicho que cuando escuchamos, no solamente escuchamos las palabras que se hablan; también escuchamos las acciones implícitas en el hablar. Y hemos visto recién que escuchar estas acciones es sólo una parte de lo que escuchamos. Escuchar las acciones implícitas en el acto de hablar no es suficiente para asegurar un escuchar efectivo. ¿Qué falta? ¿Qué más incluye el escuchar?
Cada vez que escuchamos una acción, normalmente nos hacemos dos preguntas básicas. La primera es: ¿Para qué está la persona ejecutando esta acción? La segunda es: ¿Cuáles son las consecuencias de esta acción? Según la forma en que respondamos a estas preguntas, la misma acción puede ser escuchada de maneras muy diferentes. Nos vamos a ocupar aquí y en la siguiente sección de la primera de estas preguntas.
Cuando escuchamos una acción, no sólo la identificamos, también respondemos, de una u otra forma, la pregunta «para qué» se está ejecutando la acción. O, dicho de otra forma, «qué» lleva a alguien a decir lo que dice. ¿Cómo hacemos esto? ¿Cuáles son las suposiciones que hacemos cuando respondemos la pregunta?
Tradicionalmente, nos hacemos cargo de la pregunta «para qué» se efectúa una acción, bajo el supuesto de que «tras» ella hay lo que llamamos «intenciones». Suponemos que normalmente encontraremos una intención tras la acción de una persona. Las acciones aparecen como respuestas a un propósito, un motivo o una intención. Y se supone que estas intenciones residen en nuestra conciencia o mente.
Este supuesto (que se remonta al tiempo de los antiguos griegos), es uno de los cimientos de la tradición racionalista. El racionalismo supone que generalmente hay una intención o una meta consciente tras toda acción. La tradición racionalista busca las «razones» de las personas para actuar en la forma en que lo hacen. Una acción es considerada racional si corresponde a las intenciones conscientes que nos hemos fijado al ejecutarla. Desde esta perspectiva, uno de los factores básicos que hace que una acción tenga sentido es su intención. Por lo tanto, una de las formas en que damos sentido a una acción es descubriendo la «verdadera intención» que hay tras ella. Una acción que es coherente con su «razón» o «intención verdadera» es una acción racional. Pero, nos preguntamos, ¿tiene sentido postular la existencia de algo así como una «verdadera intención» tras una acción?

La solución ofrecida por Freud

Este problema se le presentó también a Sigmund Freud y es quizás interesante, examinar cómo lo encaró. Freud comenzó efectuando dos contribuciones importantes en relación a este problema. La primera fue el señalar que los seres humanos actúan, a menudo, sin intenciones conscientes —sin un conocimiento claro de lo que hacen y de por qué lo hacen. La segunda es que aun cuando ellos creen saber por qué están haciendo lo que hacen, las razones que esgrimen pueden ser legítimamente impugnadas. Esto es precisamente parte de la labor del terapeuta. Este se permite impugnar las «razones» del paciente y ofrecer «razones» diferentes.
Hasta aquí no tenemos problemas con Freud. Por el contrario, lo que nos está proponiendo nos resulta coherente y su posición, hasta ahora, la consideramos una importante contribución. Sin embargo, discrepamos con los pasos siguientes dados por Freud como forma de generar una interpretación que sea coherente con su postulado de que la conciencia que los individuos tienen de las razones de su actuar (sus intenciones) no es confiable.
Dado que no podemos apoyarnos en las intenciones conscientes para comprender el comportamiento humano, Freud sugirió la existencia de otra entidad—el inconsciente. Las intenciones inconscientes son aquellas que, supuestamente, residen en el inconsciente y logran ser «descubiertas» por el terapeuta.
Examinemos el carácter de la solución ofrecida por Freud. Este no impugna el postulado según el cual actuamos a partir de intenciones. Habiendo reconocido un problema en la interpretación tradicional procuró resolverlo dentro del marco de algunos de los supuestos aceptados en su época. Uno de ellos es el supuesto que llamamos de la primacía de la mente o la conciencia, que forma otro de los pilares del programa metafísico 3.
Como la conciencia, según Freud, no es capaz de explicar algunas de nuestras acciones, no hay más que suponer que tiene que existir otra entidad, de rango similar al de la conciencia, pero diferente de ella por cuanto no se asocia a los fenómenos conscientes. Qué mejor, entonces, que suponer la existencia de una especie de «otra mente», con la diferencia de que ésta no es consciente. Ahora en vez de una mente, sucede que tenemos dos: una consciente y otra inconsciente. Con ello nos mantenemos dentro de la tradición que utiliza la mente como principio explicativo de la acción humana.
Con esta solución, no hay tampoco necesidad de cuestionar el marco interpretativo del cual tradicionalmente se ha nutrido nuestro concepto de intención. En vez de cuestionar el concepto de intención, Freud lo expande. Postula que además de nuestras intenciones conscientes, tenemos también intenciones inconscientes. No coincidimos con la solución ofrecida por Freud a este problema.

Cuestionamiento del concepto de intención

Uno de los problemas del supuesto de intenciones es que implica partir cada acción en dos —la acción misma y la acción que nos lleva a actuar. Puesto que la acción que nos lleva a actuar es una acción en sí misma, ésta puede dividirse en dos nuevamente, la acción que nos lleva a actuar, por sí misma, y la acción que nos lleva a la acción, que nos lleva a actuar, y así sucesivamente en regresión infinita.
3 Ver, al respecto, R. Echeverría (1993), Págs. 270-272.
Al procederse así, también se divide en dos a la persona que actúa —la persona revelada por las acciones que realiza y la persona que supuestamente está decidiéndose a actuar. Y entramos nuevamente en una regresión infinita, ya que el decidirse a actuar es, en sí mismo, una acción que supuestamente alguien hace. Esto se conoce como «la falacia del humunculus» (palabra en latín que quiere decir pequeño hombrecito), en que suponemos que tras cada persona hay otra personita manejando el timón.
La idea de que cada acción implica un yo que la hace ser similar a aquella que sostiene que, cada vez que vemos una flecha volando, debe haber un arquero que la disparó. Si hay una acción, suponemos que un agente o una persona (el arquero) la hizo. La humanidad ha estado atrapada en este supuesto desde hace mucho tiempo. Si algo sucedía, suponíamos que había por necesidad alguien que hizo que ello ocurriera. La lluvia, los truenos, las enfermedades y su recuperación, las cosechas — aun ganarse la lotería—, eran todas acciones ejecutadas por individuos invisibles. Gran parte de los dioses que los seres humanos se han dado en el curso de la historia, fueron inventados a partir de este supuesto.
El separar la acción de la persona (el yo), puede haberse originado en la forma en que hablamos. Normalmente decimos «Yo escribí esta carta» o «Yo acepto su oferta», denotando un «yo» tras la acción de escribir la carta o de aceptar la oferta. Las limitaciones de nuestro lenguaje a menudo ocasionan problemas filosóficos altamente sofisticados.
Es interesante observar que una de las fortalezas del pensamiento científico es que, desde sus comienzos, se liberó del supuesto de que hay una persona creando los fenómenos. Se cuenta la anécdota de que algún tiempo después de publicar su obra maestra acerca de la estructura del universo, el astrónomo francés Laplace se encontró con Napoleón. La anécdota señala que luego de felicitarlo por su obra, el emperador preguntó: «Sr. Laplace, ¿cómo pudo usted escribir esta obra tan larga sin mencionar, ni siquiera una vez, al Creador del Universo?» A lo que Laplace contestó, «Sire, je n'ai pas eu besoin de cette hypothése» (Majestad, no tuve necesidad de tal hipótesis).
Friedrich Nietzsche fue, nuevamente, uno de los primeros pensadores en observar el hecho de que realizamos esta extraña operación de separación que hemos descrito arriba. Escribe Nietzsche:

«... [el lenguaje] entiende y malentiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un 'sujeto'. (...) del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como una acción de un sujeto que se llama rayo. (...) Pero tal sustrato no existe; no hay ningún 'ser' detrás del hacer, del actuar, del devenir; el 'agente' ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo».

Al igual que Nietzsche, postulamos que «el agente es una ficción, el hacer es todo». Sostenemos que la acción y el sujeto (el «yo») que ejecuta la acción no pueden separarse. En realidad, son las acciones que se ejecutan las que están permanentemente constituyendo el «yo». Sin acciones no hay «yo» y sin «yo» no hay acciones. La flecha, el arco y el arquero en este caso se generan simultáneamente. La flecha que vuela está constituyendo al arquero. Somos quienes somos según las acciones que ejecutamos (y esto incluye los actos de hablar y de escuchar).
-Albert Einstein adoptó una posición similar. En una conferencia que dictó en Inglaterra sobre la metodología de la física teórica, dijo que si queremos entender lo que hace un científico no debiéramos basarnos en lo que él nos diría acerca de sus acciones. Debiéramos limitarnos a examinar su obra. Esta es también una de las posiciones centrales de la epistemología desarrollada por el filósofo de las ciencias francés, Gastón Bachelard.
Cuando actuamos (y también cuando hablamos y escuchamos —esto es, cuando estamos en conversación) estamos constituyendo el «yo» que somos. Lo hacemos tanto para nosotros mismos como para los demás. Nuestras acciones incluyen tanto nuestros actos públicos, como los privados; tanto nuestras conversaciones públicas, como las privadas. Pero hacer una separación entre actos públicos y privados (o conversaciones públicas y privadas) es algo muy diferente de separar al «yo» de sus acciones.
La noción misma de intenciones se desmorona al oponernos a separar a la persona de sus acciones. No viene al caso, por lo tanto, buscar nuevas clases de intenciones para entender el comportamiento humano, como lo hiciera Freud. Es el supuesto mismo de intención el que debe ser sustituido. La pregunta es: ¿Podemos prescindir de él? ¿Podemos darle un sentido al comportamiento humano sin presuponer una intención tras la acción?

De intenciones a inquietudes

Proponemos una interpretación completamente diferente. Decimos (inspirándonos en la filosofía de Martín Heidegger), que cada vez que actuamos podemos suponer que lo hacemos para hacernos cargo de algo. Tal como lo señaláramos previamente, a este algo, sea ello lo que sea, le llamamos inquietud. Podemos decir, por lo tanto, que una acción se lleva a cabo para atender una inquietud. Decimos que una inquietud es la interpretación que damos sobre aquello de lo que nos hacemos cargo cuando llevamos a cabo una acción. Por lo tanto, es lo que le confiere sentido a la acción. Si no podemos atribuir una inquietud a una acción, ésta pierde sentido. Hasta ahora, esto se parece mucho a la vieja concepción racionalista que habla de intenciones. ¿No estaremos simplemente llamando inquietudes a las intenciones? ¿No estaremos usando nombres diferentes para hablar de lo mismo? Sostenemos que no. Lo que marca la diferencia entre inquietud e intención es lo siguiente: no estamos diciendo que haya una intención «tras» una acción, no estamos diciendo que sean las intenciones las que guían nuestras acciones, no estamos diciendo que la mente esté guiando nuestros actos.
Sostenemos que una inquietud es una interpretación que confiere sentido a las acciones que realizamos. Es un relato que fabricamos para darle sentido al actuar. En vez de buscar «razones» para actuar en la forma en que lo hacemos, tenemos relatos, «historias». Más aun, nuestras «razones» no son otra cosa que «historias» que nos construimos. Fabricamos algunas historias después de realizar las acciones y, otras, antes de hacerlo. Lo que llamábamos intenciones no son más que historias, esto es, interpretaciones que le dan sentido a nuestras acciones.
Pero, una vez más, ¿cuál es la diferencia? En este momento, cobra importancia la cuestión del escuchar. Postulamos que el lugar en que debemos buscar las inquietudes no es «tras» la acción, ni en la mente de las personas, sino en el escuchar lo que esta acción produce. Cuando observamos las acciones de las personas y cuando las escuchamos hablar (y ahora ya sabemos que el hablar es una acción), les otorgamos un sentido construyendo historias acerca de qué es aquello de lo que las acciones se hacen cargo. Decimos que las inquietudes no están radicadas en la acción misma o en la mente o la conciencia de la persona que actúa, sino en cómo las interpretamos (o escuchamos).
Como tal, una inquietud es siempre un asunto de interpretación y de reinterpretación. Nadie es dueño de las inquietudes, nadie tiene autoridad final para dar con la «inquietud verdadera». Ni nosotros, cuando hablamos del sentido de nuestras acciones, ni el terapeuta cuando nos ofrece sus interpretaciones. Cada uno tiene derecho a sus propias interpretaciones, a sus propias historias sobre sus acciones y las de los demás. El hecho de que tengamos historias acerca de nuestras propias acciones no las hace verdaderas.
Ciertamente, algunas interpretaciones pueden estar mejor o peor fundamentadas, pueden ser más o menos válidas, o más o menos poderosas. Según sea la interpretación que sostengamos, se nos abrirán ciertas posibilidades y se nos cerrarán otras. Esto nos permite apoyar o refutar algunas interpretaciones. No estamos diciendo que, por ser interpretaciones, todas ellas sean iguales. Historias diferentes crean mundos diferentes y formas de vida diferentes. Nuestras historias no son, en modo alguno, triviales.
Las inquietudes son interpretaciones del sentido de nuestras acciones. Son historias que son capaces de conferir sentido por cuanto responden a la pregunta sobre el qué es aquello de lo que el actuar se hace cargo. Así como el sentido de las palabras remite a las acciones que realizamos con ellas, el sentido de las acciones remite a las interpretaciones que construimos a través del lenguaje, con el poder de la palabra. No hay salida de las redes del lenguaje.
El punto que deseamos enfatizar, sin embargo, es que estas interpretaciones —estas historias—, residen en el escuchar de las acciones. Las inquietudes son distintas de las intenciones, puesto que ellas no residen en el orador sino en el que escucha. Y puesto que somos capaces de escuchar y observar nuestras propias acciones, también podemos atribuirles un sentido. Puesto que somos capaces de escuchar posibilidades de acción, también podemos atribuir sentido a acciones que aún no han sido ejecutadas. Cuando hacemos esto, la gente comúnmente habla de intenciones. Nosotros proponemos hablar de inquietudes. Lo que hemos llamado intenciones se muestra, por lo tanto, como un caso particular, como un subconjunto, de lo que hemos designado con la distinción de inquietud.
Cuando escuchamos, por lo tanto, escuchamos las inquietudes de las personas. Escuchamos el por qué las personas realizan las acciones que realizan. Esto es lo que me permite escuchar que mi hijo quiere salir con su novia cuando me pide cincuenta dólares. Esto es lo que me permite escuchar que alguien desea hacerse rico cuando dice que quiere dedicarse a los negocios. Y esto es lo que me permite escuchar que mi esposa podría estar molesta cuando me dice que no tiene deseos de ir al cine conmigo. Nadie dijo lo que escuché; pero yo lo escuché de todos modos.
Cuando escuchamos no somos receptores pasivos de lo que se está diciendo. Por el contrario, somos activos productores de historias. El escuchar no es, como a menudo suponemos, el lado pasivo de la comunicación —es completamente activo. Las personas que saben escuchar son personas que se permiten interpretar constantemente lo que la gente a su alrededor está diciendo y haciendo. Quienes saben escuchar son buenos constructores de narrativas, buenos productores de historias.
Para escuchar debemos permitir que los otros hablen, pero también debemos hacer preguntas. Estas preguntas nos permiten comprender los hechos, emitir juicios bien fundados y elaborar historias coherentes. Los que saben escuchar no aceptan de inmediato las historias que les cuentan. A menudo las desafían. No se satisfacen con un solo punto de vista. Están siempre pidiendo otra opinión, mirando las cosas desde ángulos diferentes. Como tejedores, producen historias que, paso a paso, permitirán ir distinguiendo con mayor claridad las tramas del acontecer.
Al desplazarnos de las intenciones a las inquietudes cambiamos radicalmente el centro de gravedad del fenómeno del escuchar. Al alejarnos del supuesto de que el acto de escuchar es pasivo, podemos ahora observar el escuchar como una acción a realizar —como una acción que puede ser diseñada— y como una acción que se basa en competencias específicas que podemos aprender. Al reemplazar las intenciones por las inquietudes se realiza un vuelco copernicano. La búsqueda de las «verdaderas intenciones» de las personas ya no tiene ningún sentido.

LA INFERIORIDAD DE LAS MUJERES CON RELACIÓN A LOS HOMBRES:

En el siguiente pasaje, el autor recuenta cómo se intentó comprobar científicamente la inferioridad de las mujeres:

… En 1872, los líderes de la antropometría europea intentaban medir con “certidumbre científica” la inferioridad de las mujeres. La antropometría o medición del cuerpo humano no está tan de moda como campo de estudios en nuestros días, pero dominó las ciencias humanas durante buena parte del siglo diecinueve y siguió siendo popular hasta que los tests de inteligencia reemplazaron a
Las mediciones craneanas como mecanismo favorito para realizar odiosas comparaciones entre las razas, las clases y los sexos. La craneometría o medición del cráneo era la disciplina que gozaba de mayor atención y respeto. Su líder incuestionado, Paul Broca (1824-80), profesor de cirugía. Clínica de la Facultad de Medicina de París, reunió en torno suyo toda una escuela de discípulos e imitadores. Su trabajo, tan meticuloso y tan aparentemente irrefutable, ejerció gran influencia y ganó gran estima como joya de la ciencia decimonónica.

El trabajo de Broca parecía particular mente invulnerable a toda refutación. ¿Acaso no había tomado sus medidas con el más escrupuloso cuidado y la máxima precisión? (…) Broca se pintaba a sí mismo como un apóstol de la objetividad, un hombre que se inclinaba ante los hechos y dejaba a un lado las supersticiones y los sentimentalismos. (… ) Las mujeres, les gustara o no, tenían cerebros más pequeños que los de los hombres y, por lo tanto, no podían ser sus iguales en cuanto a la inteligencia. Este hecho, argumentaba Broca, puede que refuerce un prejuicio común existente en la sociedad de los hombres, pero es también una verdad científica. (… )

El argumento de Broca se apoyaba en dos series de datos: los cerebros, de mayor tamaño, de los varones en las sociedades modernas y en un supuesto incremento de la superioridad del hombre con el transcurso del tiempo. Sus datos más extensivos procedían de autopsias realizadas personalmente en cuatro hospitales parisienses. Sobre doscientos noventa y dos cerebros de varón, calculó un peso medio de1.325 gramos; entre140 cerebros de mujer, la media era de1.144 gramos, lo que suponía una diferencia de 181 gramos, o de un 14 por ciento en peso del de los varones. No obstante, no realizó intento alguno de medir el efecto del tamaño por sí mismo y, de hecho, declaró que no puede explicar la totalidad de la diferencia porque sabemos, a priori, que las mujeres no son tan inteligentes como los hombres (una premisa que supuestamente tenían que verificar las pruebas, no apoyarse sobre ella). “Podemos preguntarnos si el pequeño tamaño del cerebro femenino depende exclusivamente del pequeño tamaño de su cuerpo. Tiedemann ha propuesto esta explicación. Pero no debemos olvidar que las mujeres son, por regla general, un poco menos inteligentes que los hombres, una diferencia que no debemos exagerar, pero que es, no obstante, real. Por lo tanto nos está permitido suponer que el tamaño relativamente pequeño del cerebro de la mujer depende en parte de su inferioridad física y en parte de su inferioridad intelectual”.

En 1873, al año siguiente a la publicación de Middlemarch de Eliot, Broca midió las capacidades de los cráneos prehistóricos de la cueva del’ Homme Mort. Allí encontró tan sólo una diferencia de 99.5 centímetros cúbicos entre varones y hembras, mientras que en las poblaciones modernas las diferencias van de 129,5 a 220,7 cc. Topinard, el principal discípulo de Broca, explicó la creciente
Discrepancia a través del tiempo como resultado de las diferentes presiones evolutivas sufridas por el hombre dominante y la mujer pasiva. El hombre que combate por dos o más en la lucha por la supervivencia, que carga con todas las responsabilidades y preocupaciones del día de mañana, que está continuamente en activo, combatiendo contra su medio ambiente y contra sus rivales humanos, necesita más cerebro que la mujer la que debe proteger y alimentar, la mujer sedentaria, carente de vida interior alguna, cuyo papel es criar hijos, amar y ser pasiva.